sábado, 14 de agosto de 2010

Historias de animales. La cigarra y la hormiga. Un cuento al reves

La fábula de la cigarra y la hormiga

La fama se crea, sobre todo, con leyendas; el cuen­to va delante de la historia, así en el dominio del ani­mal como en el del hombre. El insecto en particular, si llama nuestra atención de una u otra manera, tie­ne su lote de relatos populares, en los que hay poco cuidado de la verdad.

Por ejemplo, ¿quién no conoce, al menos de nom­bre, la cigarra? ¿Dónde encontrar, en el mundo en­tomológico, fama semejante a la suya? Su reputación de cantora apasionada, desdeñosa del porvenir, sir­vió de tema a nuestros primeros ejercicios de memo­ria. En versos fácilmente aprendidos nos la muestran enteramente desprovista a la llegada del invierno y corriendo a clamar contra el hambre a casa de la hormiga, su vecina. Mal acogida por ésta, la pedi­güeña recibe una respuesta tópica, causa principal del renombre de la cigarra. Estos dos versitos:

¿Pasaste el verano cantando? Pues bien, baila ahora (1), con su trivial malicia, han hecho por la celebridad del insecto mucho más que su talento musical. Es­tas cosas penetran como una cuña en el espíritu infantil y no salen ya nunca.

La mayor parte de las gentes desconocen el can­to de la cigarra, acantonada en la región del olivo; pero todos, grandes y pequeños, conocemos su per­cance con la hormiga. ¿A qué obedece, pues, su fama? Un relato de valor muy dudoso, en el que se ofende a la moral tanto como a la historia natu­ral; un cuento de viejas, cuyo único mérito estriba en ser corto; tal es la base de una reputación que dominará las ruinas de las edades con tanta arro­gancia como pueden hacerlo las botas de Pulgarci­to y la torta de Caperucita Encarnada.

El niño es el conservador por excelencia. El uso, las tradiciones, en cuanto se han confiado a los ar­chivos de su memoria, se hacen indestructibles. Le debemos la celebridad de la cigarra, cuyos infortu­nios ha balbuceado en sus primeros ensayos de re­citado. Con él se conservarán las groseras insen­sateces que constituyen la trama de la fábula: la cigarra padecerá siempre hambre cuando vengan los fríos, aun cuando no haya cigarras en invierno; pe­dirá siempre la limosna de algunos granos de trigo, alimento incompatible con su delicado chupador; en calidad de mendicante hará colecta de moscas y gu­sanillos, cuando es sabido que jamás los come.

¿Y quién es el responsable de tan extraños erro­res? La !Fontaine, que nos encanta en la mayor par­te de su fábulas por su exquisita finura de obser­vación, en este caso está muy mal inspirado. Conoce a fondo sus primeros personajes: la zorra, el lobo, el gato, el macho cabrío, el cuervo, la rata, la coma­dreja y otros muchos, cuyos hechos y ademanes nos cuenta con deliciosa precisión de pormenores. Son personajes del país, vecinos, comensales. Su vida pública y privada se desenvuelve a nuestra vista; pero la cigarra es extranjera en los parajes en que salta el conejo. La Fontaine no la oyó jamás, no la vio nunca. Para él la célebre cantora es sencillamen­te un saltamontes.

Orandville, cuyo lápiz rivaliza en fina malicia, con el texto ilustrado comete idéntica confusión. En su dibujo se ve la hormiga vestida de laboriosa ama de casa. En el umbral de su puerta, al lado de gran­des sacos de trigo, vuelve desdeñosamente la espal­da a la cigarra, que le tiende la pata, digo, la mano. Sombrero grande, guitarra bajo brazo y falda pe­gada a las pantorrillas por el cierzo; tal es el se­gundo personaje, vera efigie de la langosta; Orand­ville, lo mismo que La Fontaine, tampoco sospechó la verdadera cigarra, sino que tradujo magnífica­mente el error general.

Por otra parte, La Fontaine, en su pobre histo­rieta, es sencillamente eco de otro fabulista. La le­yenda de la cigarra tan mal acogida por la hor­miga es tan vieja como el egoísmo, es decir, como el mundo. Los chicos de Atenas, cuando iban a la escuela, con sus capachos de esparto llenos de hi­gos y de olivas, ya la musitaban como lección que habían de dar. Decían: "En invierno, las hormigas ponen a secar al sol sus provisiones mojadas. Llega mendigando una cigarra hambrienta. Pide algunos granos. Las avaras acaparadoras le responden: "Can­taste en verano, pues baila en invierno." Con un poco más de aridez, éste es exactamente el lema de La Fontaine, contrario a toda sana noción.

De modo que la fábula procede de Grecia, país por excelencia del olivo y de la cigarra. ¿Es, por ventura, Esopo el autor, como dice la tradición? Es dudoso, pero poco importa; lo cierto es que el na­rrador es griego, compatriota de la cigarra, y debía conocerla perfectamente. En mi pueblo no hay aldea­no, por corto de alcances que sea, que ignore la fal­ta absoluta de cigarras en invierno; todos los cava­dores conocen allí el primer estado del insecto, la larva exhumada por el azadón siempre que al acer­carse los fríos es necesario calzar los olivos; saben, por haberlas visto mil veces al borde de los sende­ros, que en verano aquella larva sale del suelo por un pozo redondo, obra de ella; que se agarra a una hierbecilla cualquiera, se hiende por la espalda, arro­ja su despojo, más seco que un pergamino arruga­do, y da la cigarra de delicado verde de hierba, que se cambia rápidamente en pardo.

El campesino de Ática tampoco era tonto; había notado lo que no puede escapar a la mirada menos observadora; sabía lo que mis rústicos vecinos saben muy bien. El letrado, sea quien fuere, autor de la fábula se encontraba en mejores condiciones para estar al corriente de estas cosas. ¿De dónde provie­nen, pues, los errores de su relato?

El fabulista griego, menos perdonable que La Fontaine, cantó la cigarra de los libros, en lugar de in­terrogar a la verdadera cigarra, cuyos címbalos re­sonaban a su lado; sin preocuparse de lo real, siguió la tradición. También él fue eco de un narrador más antiguo; repitió, sin duda, alguna leyenda proceden­te de la India, venerable madre de las civilizaciones. Sin conocer exactamente el tema que el cálamo del indio había confiado a la escritura para poner de manifiesto los peligros a que conduce una vida sin previsión, es de creer que la escena animal repre­sentada debió estar más cerca de la realidad que lo que está el coloquio entre la cigarra y la hormiga. El indio, buen amigo de los animales, era incapaz de semejante menosprecio. Todo parece decir que el personaje principal de la fábula primitiva no era nuestra cigarra, sino otro animal cualquiera, un in­secto, si se quiere, cuyas costumbres concordaban convenientemente con el texto adoptado.

Importado en Grecia después de haber hecho re­flexionar durante largos siglos a los sabios y diver­tido a los niños en las orillas del Indo, el antiguo cuento, quizá tan viejo como el primer consejo de economía de un padre de familia, y transmitido con más o menos fidelidad de una memoria a otra, de­bió encontrarse alterado en sus pormenores, como se alteran todas las leyendas, acomodadas por el curso de las edades a las circunstancias de lugar y de tiempo.

El griego, que no tenía en sus campos al insecto de que hablaba el indio, hizo intervenir, por aproxi­mación a la cigarra, de igual manera que en París, la moderna Atenas, la cigarra ha sido reemplazada por el saltamontes. El mal estaba hecho. En lo su­cesivo, aquel error, confiado a la memoria del niño, prevalecerá indeleblemente, contra una verdad que salta a la vista.

Tratemos, pues, de rehabilitar a la cantora calum­niada por la fábula. Es, en verdad, una vecina im­portuna; me apresuro a reconocerlo. Todos los ve­ranos viene a establecerse por centenares delante de mi puerta, atraída por el verdor de dos grandes plá­tanos; y desde que sale el sol hasta que se pone me rompe la cabeza con su ronca sinfonía. Con tan en­sordecedor concierto es imposible pensar; la idea, como atacada de vértigo, gira, incapaz de fijarse. Si no aprovecho las horas matinales, día perdido.

jAh!, bicho embrujado, martirio de mi casa, que tan apacible quisiera; dicen que los atenienses te criaban en jaulas para gozar cómodamente tu can­to. Una, durante la somnolencia de la digestión, pase; pero cientos, zumbando a la vez y moliendo el oído cuando la atención se recoge, es un verdadero su­plicio. Pones por excusa tus derechos de primera ocupante, porque antes de mi llegada ya te perte­necían sin reserva los dos plátanos, y yo soy el in­truso bajo su follaje. Conforme; pero siquiera pon sordina a tus címbalos y modera tus arpegios en favor de tu historiador.

La verdad rechaza como invención insensata lo que nos dice el fabulista. Cierto es que a veces hay relación entre la cigarra y la hormiga; pero tales relaciones son lo contrario de lo que nos cuentan. No provienen de la iniciativa de la primera, que ja­más necesita ayuda ajena para vivir, sino de la se­gunda, rapaz explotadora, que acapara en sus gra­neros todo comestible. Nunca, en ninguna época, va la cigarra a las puertas de los hormigueros a clamar contra el hambre, prometiendo devolver lealmente capital e intereses; al contrario, la hormiga, apre­tada por la escasez, es la que implora a la cantora. ¡Qué digo implora! Tomar prestado y devolver son cosas que no entran en las costumbres de aquella ladrona. Explota a la cigarra, la desvalija desca­radamente. Expliquemos este rapto, curioso punto histórico no conocido aún.

En julio, en las sofocantes horas de la tarde, cuan­do el plebeyo insecto, extenuado de sed, va de un lugar a otro tratando en vano de refrescarse en las flores, marchitas y secas, la cigarra se ríe de la se­quía general. Con su chupador, como fina barrena, taladra una pieza de su bodega inagotable. Esta­blecida en una rama de arbusto, sin dejar de cantar, perfora la corteza, firme y lisa, hinchada de una savia madura por el sol. Metido el chupador por la piquera, la cigarra se alimenta deliciosamente, in­móvil, recogida, atenta enteramente a los encantos del Jarabe y de la canción.

Vigilémosla algún tiempo. Asistiremos tal vez a miserias inesperadas. En efecto, numerosos sedien­tos rondan por allí; descubren el pozo, traicionado por un goteo que se nota en el brocal, y acuden, al principio con cierta reserva, limitándose a lamer el licor extravasado. Alrededor de la meliflua picadu­ra veo que se apresuran avispas, moscas, cortapicos, Sphex, Pompilus, Cetonias, sobre todo hormigas.

Los más pequeños, para acercarse al manantial, se deslizan por debajo del vientre de la cigarra, que, bondadosa, se levanta sobre sus patas y deja paso libre a los importunos; los mayores, pateando impa­cientes, cogen rápidamente un bocado, se retiran, van a dar una vuelta por las ramas vecinas y vuel­ven más decididos. Las codicias se exacerban; los reservados de antes se vuelven turbulentos, agresi­vos, dispuestos a expulsar del manantial al pocero que le hizo brotar.

En esta partida de bandidos, las más obstinadas son las hormigas. He visto a algunas mordiscar a la cigarra en las patas; he sorprendido otras tirán­dole de la punta del ala, subiéndosele a la espalda y haciéndole cosquillas en la antena. Una, más au­daz, se permitió, a presencia cogerle el chu­pador y esforzarse por sacárselo.

Y de esta manera, el gigante, atormentado por aquellos enanos y agotada la paciencia, acaba por abandonar el pozo. Huye, lanzando a los salteado­res un chorro de orina. Pero ¡qué le importa a la hormiga aquella expresión de soberano desprecio! Ya ha conseguido su objeto; ya es dueña del ma­nantial, que por cierto se seca pronto, en cuanto deja de funcionar la bomba que le hacia brotar. Poco es, pero exquisito; lo suficiente para esperar otro trago, adquirido de igual manera en cuanto se le presente ocasión.

Se ve, pues, que la realidad invierte enteramente los papeles imaginados por la fábula. El pordiose­ro sin delicadeza, que no retrocede ante el robo, es la hormiga; el artesano industrioso, que comparte voluntariamente su alimento con el necesitado, es la cigarra. Pero hay aún otro detalle que acusa más la inversión de los papeles. Al cabo de cinco o seis semanas de alegría, largo espacio de tiempo, la can­tarina cae de lo alto del árbol, extenuada, sin vida. El sol seca el cadáver; los transeúntes lo aplastan, y la hormiga, como pirata que está siempre en ace­cho del botín, la encuentra. Despedaza la rica pie­za, la diseca, la dilacera y la tritura, reduciéndola a miguitas que van a aumentar su montón de pro­visiones. Y no es raro ver a la cigarra, agonizante aún, cuyas alas se estremecen todavía en el polvo, zarandeada y descuartizada por un escuadrón de matarifes. Con este acto de canibalismo quedan de­mostradas las verdaderas relaciones entre los dos insectos.

La antigüedad clásica tenía en alto aprecio a la cigarra. El Beránger heleno, Anacreonte, le consa­gra una oda en la que la alaba exageradamente. "Eres casi semejante a los dioses", le dice. Las ra­zones que da de tal apoteosis no son de las mejores. Consisten en estos tres privilegios: nacida de la tierra insensible al dolor, carne desprovista de sangre. No vamos a reprochar al poeta sus errores, entonces de opinión general y per­petuados durante mucho tiempo, hasta que se abrió el ojo escrutador de la observación. Además, en ver­sículos cuyo mérito principal está en la armonía y en el metro no se atiende a menudencias. Y aun nacida de la tierra, insensible al dolor, carne des­provista de sangre. No vamos a reprochar al poeta sus errores, entonces de opinión general y perpetua­dos durante mucho tiempo, hasta que se abrió el ojo escrutador de la observación. Además, en versículos cuyo mérito principal está en la armonía y en el metro no se atiende a menudencias. Y aun en nues­tros días, los poetas provenzales, tan conocedores de la cigarra como el mismo Anacreonte, no se pre­ocupan mucho de lo verdadero al elogiar al insecto que han lomado por emblema.

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